En el colegio de Quintanilla de la Escalada, pueblo natal de Pablo, cursaban los estudios primarios todos los niños de los alrededores. Dirige el centro don Julio Pardo Pernía, sacerdote y tío de Pablo por parte de madre, quien lo bautizara a los pocos días de nacer en la parroquia de san Miguel, en la misma localidad. Sus padres son Guillermo Chomón Ruiz, jornalero, y Petra Pardo Pernía, llegada a Quintanilla cuando aún era una niña, junto a su hermano sacerdote, allí destinado.
No es Pablo hijo único. El matrimonio tuvo antes otro varón, Lorenzo. Ambos reciben una esmerada educación cristiana y humana, que culminaba con la posibilidad de realizar en el colegio de Quintanilla los dos primeros años de la formación eclesiástica, correspondiente a latín y humanidades, que eran después convalidados en el caso de iniciar estudios en el Seminario.
Los problemas no tardan en llegar. Entre sus padres las cosas empiezan a ir mal. Siendo aún muy pequeños Lorenzo y Pablo, la madre los toma consigo y se va a Madrid. El padre queda en el pueblo junto a una hermana soltera. Nunca más tuvo noticias ni de su mujer ni de sus hijos. De hecho, los da por muertos como consecuencia de la guerra. Llegan a Madrid la madre con los niños y se instalan en la calle de Maldonado, en casa de una hermana, Ángela, y un cuñado, Abundio. Los hijos de éstos, Pedro Martínez Pardo, sacerdote en Madrid, y Teodosio, seminarista, les facilitan las cosas a Pablo y a Lorenzo para su ingreso en el Seminario Conciliar de Madrid. Lorenzo sale al poco tiempo. Sin embargo Pablo estudia en este centro 12 años, entre los cursos 1924 y 1936. Es un alumno brillante: obtiene sobresaliente prácticamente en todo, además de participar muy activamente en la vida cultural del Seminario. Petra vuelve a cambiar de domicilio. Esta vez, aprovechando que don Julio, su hermano sacerdote, viene a Madrid como confesor de las Hermanas Hospitalarias de Ciempozuelos, se va a vivir con él. Allí pasa Pablo sus vacaciones, entre los comentarios de los vecinos que no han visto nunca al padre de familia. El propio párroco de Ciempozuelos informa sobre este dato para la admisión a tonsura de Pablo: «No conozco más dificultad que la de no vivir su padre con el interesado. Está domiciliado el aspirante a órdenes en este pueblo con su madre a la que no acompaña su esposo».
En julio de 1936, ya acólito, Pablo toma el tren que lo lleva a Ciempozuelos. Va a pasar sus vacaciones con su madre y su tío Julio. Las cosas en Madrid no van bien. El rector ha interrumpido la formación ante la revuelta situación del barrio de la Latina, donde se ubica el seminario. Pablo, como sus compañeros, ha sido formado en estos años para, si llega el caso, «ser imitador de la pasión de su Dios» (San Ignacio de Antioquía).
Al llegar a Ciempozuelos, Pablo descubre que se ha creado un comité integrado por dirigentes de UGT y la Casa del Pueblo. Los milicianos toman el control del pueblo. Practican tantas detenciones que el depósito del cementerio, primer lugar habilitado como prisión, se queda pequeño. Se habilita para ello la iglesia parroquial, junto con los edificios de las Hermanas Hospitalarias de San Juan de Dios, las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón y las Clarisas. Se detiene a otros dos sacerdotes, don Juan Manuel Navarrete y don Ginés Hidalgo. Pablo y su tío don Julio quedan libres por el momento. A los pocos días los primeros son liberados y los cuatro se refugian en el manicomio de mujeres de las Hospitalarias. Allí exponen el Santísimo todos los días. Emplean muchas horas de adoración, esforzándose para no contristar al Espíritu Santo, para que, continuando en ese lugar, los conduzca hacia el Señor (cf. Tertuliano).
Llegan malas noticias. Grupos de milicianos de Madrid se dirigen a Ciempozuelos a incautar los dos manicomios del pueblo. Tienen que actuar pronto: se reúnen los tres sacerdotes, el seminarista, las nueve monjas y algunos seglares para consumir el Santísimo y prepararlo todo para salir de allí. A don Julio no se le escapa el fin que les espera. Una de las hermanas recuerda años después las palabras que en estos momentos les dirigió el sacerdote: «Que seguramente con miras proféticas, el fundador había mandado colocar el altar de las dieciséis carmelitas mártires de la Revolución francesa que tenemos en un lateral de la iglesia, para que tomásemos valor y ejemplo y llegásemos a ser, si Dios nos pedía ese sacrificio, unas heroínas como ellas [...] “No temáis a los sicarios. Hermanas mías, arrepiéntanse de los pecados de toda su vida, que les voy a dar la absolución in articulo mortis”».
Pablo y don Julio, ahora en su casa, son respetados cuando los milicianos llegan a cumplir su cometido. No durará mucho la tranquilidad. Según cuenta Petra, la madre de Pablo y hermana de don Julio, «doce milicianos entran en casa y apuntando a ambos con un fusil, son obligados violentamente a salir de sus camas entre continuas amenazas». Los trasladan a la cárcel instalada en la iglesia parroquial hasta el día 7 de agosto, en que son asesinados en el término municipal de Valdemoro. Son inhumados en una fosa común en el cementerio municipal de Valdemoro, hasta su traslado, sin individuar, a la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
No cabe duda ni de que fueron asesinados por su condición de eclesiásticos, ni de que tuvieron ocasión de prepararse para «este combate, en el que Dios vivo es el presidente; el Espíritu Santo, el preparador de atletas; la corona, de eternidad; el premio, de la sustancia angélica; la ciudadanía, celeste; la gloria, por los siglos de los siglos» (Tertuliano).
Los nombres del tío y del sobrino son recogidos en el boletín que la diócesis de Madrid-Alcalá realiza al finalizar la Guerra Civil.