Yo quisiera incendiar el orbe entero...
Yo quisiera volverme misionero
y al infiel tus “locuras” predicar...
Y morirme después martirizado...
¡Qué me importa, Jesús Sacramentado,
si al fin he conseguido hacerte amar!
Con estos versos, extraídos de una poesía recientemente recuperada, el seminarista Ignacio Aláez Vaquero expresa no sólo su celo apostólico y su amor a la Eucaristía, sino también su conciencia de la cercanía de una posible muerte de mártir en medio de un clima de persecución contra la Iglesia de la que finalmente fue víctima.
Nace Ignacio en Madrid un 1 de febrero de 1914 en la calle del Río, 16 interior. Hijo mayor del matrimonio formado por Evelio Aláez, de profesión peluquero y natural de Barruelo (Palencia), y Marina Vaquero, de Arévalo (Ávila). Es bautizado a los pocos días de nacer en la parroquia madrileña de Santiago y san Juan Bautista. Pero su vínculo parroquial quedará establecido en la Parroquia de san Millán y san Cayetano tras el traslado de la familia a la calle del Oso, 25 en el barrio de La Latina, cerca del Seminario Conciliar. En esta parroquia será bautizada María de la Consolación, su única hermana, y allí recibirán ambos la primera comunión y la formación religiosa. Con la familia vive la abuela paterna.
La pertenencia de su padre, Evelio, a la Adoración Nocturna explica la intensa piedad eucarística de Ignacio, que vive a través de la participación en la Eucaristía, la comunión frecuente y la adoración del Santísimo Sacramento. Esta intensa vivencia de su relación con Cristo lo lleva a realizar obras de caridad, visitando y cuidando enfermos en algunos hospitales. Sorprenden también a sus allegados sus visitas frecuentes a monasterios de clausura del barrio. Parece que incluso sus padres no logran entender del todo el fervor y la entrega de su hijo.
Combina su vida de piedad con su formación humana en las Escuelas Pías de san Fernando, en el barrio de Lavapiés, un colegio con solera que tiene sus inicios en el siglo XVIII y que fue saqueado e incendiado al día siguiente de comenzar la Guerra Civil.
Entre sus aficiones, el arte: Ignacio pinta, repuja, esculpe y escribe, como muestran la poesía que acabamos de reproducir o la obra de teatro, desaparecida, El lobo de Gubbio, que escribió siendo seminarista. Durante un tiempo estuvo vinculado al taller del escultor Rafael Irurozqui, autor, entre otros, del primer proyecto del monumento del Cerro de los Ángeles, o del Sagrado Corazón que se encuentra en el presbiterio de la Colegiata de San Isidro.
En 1930 Ignacio ingresa en el Seminario Conciliar de Madrid, donde a su piedad y formación humana, recibidas en la familia y en la escuela, se van a unir ahora la formación sacerdotal que lo preparará para dar testimonio de su fe mediante el martirio, y donde estará matriculado seis cursos: cuatro de latín y dos de filosofía, además de continuar con sus visitas a enfermos y a religiosas del barrio. No le daría tiempo a más, pues tras la decisión del rector del Seminario, Rafael García Tuñón, de enviar a los seminaristas a casa en julio de 1936, Ignacio entregará su vida definitivamente, asesinado por su condición de seminarista. Por la cercanía de su casa, es más que probable que Ignacio, junto con otros seminaristas de la ciudad de Madrid y de los pueblos cercanos, asistiese al retiro del día 18 de julio, predicado en el Seminario por el párroco de san Sebastián de Carabanchel Bajo, don Hermógenes Vicente. Los acompañan el rector y el director espiritual del seminario mayor, don José María García Lahiguera, y don Hermenegildo López, director espiritual del seminario menor. Del contenido del retiro nada sabemos. Probablemente el martirio estuviera en boca del predicador, asesinado él mismo dos meses después por su condición de sacerdote. Todos tuvieron que huir aquel día por la puerta de la huerta, ante el aviso del portero del asalto al edificio por grupos de milicianos armados y llenos de odio a la Iglesia, como recuerda, años después, el propio don Hermenegildo. Varios edificios de la zona arden estos mismos días, entre ellos, la parroquia de la familia Aláez (san Millán y san Cayetano), la Basílica de Atocha, o la Colegiata de san Isidro, que entonces hacía las veces de catedral; una prueba más de que el odio de los perseguidores no es, o al menos no sólo es personal, sino ante todo contra la religión.
Ignacio se niega a esconderse en casa de un militar republicano que le ofrece protección. Pasan los meses y llega el 9 de noviembre. Un grupo de milicianos procedentes de la checa de Líster (llamada así por estar dirigida por el comunista Enrique Líster, y con sede en la calle Lista 29) practica un registro domiciliario en su casa. Ignacio es interrogado. Como en otros casos, las sospechas de los milicianos surgen al ver a un hombre joven que no está en el frente. Él no oculta que estudia para ser sacerdote. Y es detenido inmediatamente junto a su padre, acusado éste de ser fascista, tras un conflicto familiar. Junto a ellos se llevan a otros tres vecinos. La localización de Ignacio fue facilitada por haber incautado los milicianos del distrito de la Latina los documentos del seminario en los que constaban las direcciones de los seminaristas.
A partir de aquí les perdemos el rastro a Ignacio y a su padre. El procedimiento fue irregular, pues no fueron llevados a ninguna comisaría, ni a la cárcel, ni a la Dirección General de Seguridad. Sus nombres no aparecen en ningún registro. Volvemos a saber de ellos a la mañana siguiente, 10 de noviembre, al aparecer sus cadáveres en el Camino del Quemadero, en el pueblo de Fuencarral. Sus cuerpos son trasladados al Depósito Judicial de cadáveres y allí son fotografiados. Son inhumados en el cementerio de
Fuencarral. La hermana de Ignacio lo identificaría algo después tras ser exhumado el cadáver.
La fama de martirio de Ignacio nace con su muerte. Desde el principio, tanto familiares como seminaristas se han encomendado en sus oraciones a este muchacho que fue asesinado por su condición de seminarista, y han querido recoger reliquias suyas. La propia diócesis de Madrid lo incluyó en el Boletín eclesiástico de 1940, junto a todos los que habían muerto en su territorio como consecuencia de la persecución religiosa. Ignacio comprendió e hizo vida aquello que el sacerdote francés André Jarlan expresó años después en una de sus últimas cartas, antes de ser asesinado en Chile con estas palabras: «Los que hacen vivir son aquellos que ofrecen su vida, no los que la quitan a los demás. Para nosotros, la resurrección no es un mito, sino una realidad; este acontecimiento, que celebramos en la Eucaristía, nos confirma que vale la pena dar la vida por los demás y que nos corresponde hacerlo».